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Del seguro y la seguridad social a la protección social en América Latina: una revisión crítica

La presente nota revisa la evolución de la seguridad social en los 100 años de historia de la OIT, y los principales desafíos que se presentan en un contexto de profundas transformaciones sociales, políticas y económicas a nivel global.

Opinión | 6 de enero de 2020
Por Fabio Bertranou, director Oficina de la OIT para el Cono Sur de América Latina.

Fabio Bertranou
¿Por qué una revisión crítica sobre la protección social?

La crisis social y política que ha emergido en numerosos países de América Latina en 2019 tiene distintas explicaciones y motivaciones. Sin embargo, un hilo común es la persistencia de un tipo de desarrollo que no ha permitido reducir sustancialmente la desigualdad y en particular la exclusión que atraviesa en forma transversal a toda la región, con sus evidentes consecuencias en una sociedad con fuertes carencias en términos de cohesión social.

En el centro de los factores causales está el desempeño del empleo, de las instituciones laborales y en particular de la protección social. Esta nota sintetiza algunas consideraciones sobre el desarrollo de la seguridad/protección social, con sus virtudes y defectos, a lo largo de los años de existencia de la OIT. También contiene algunas reflexiones sobre el rol que podría cumplir para convertirse en un verdadero pilar de desarrollo sostenible en lugar de ser un “problema” de política pública por su baja cobertura, fuente de desigualdad e insostenibilidad financiera y social.

Un poco más de cien años de seguridad social, a un siglo de la creación de la OIT


El origen de la seguridad social se remonta a la Alemania del canciller Otto von Bismarck, quien introdujo el seguro social entre 1883 y 1889, cuando la Revolución industrial y la urbanización se consolidaban como modelo de desarrollo. Tres principios rectores guiaron este paradigma del seguro social: la obligatoriedad, el financiamiento por parte de trabajadores y empleadores y la regulación estatal, sobre los cuales se organizaron esquemas prestacionales por rama de actividad o colectivos de trabajadores.

En 1919 se creó la OIT con el objeto de establecer un marco normativo internacional del trabajo como mecanismo para aportar a la justicia social y de esta manera a la paz mundial, luego de las importantes consecuencias que había dejado la Gran Guerra y el proceso desigual en materia de condiciones de trabajo, producto del creciente desarrollo industrial. La primera generación de convenios y recomendaciones de la OIT referidos a la protección social (1919-1944) está fuertemente influida por el modelo de seguro social à la Bismarck.

Numerosos países de América Latina, en particular de América del Sur, desarrollaron tempranamente el seguro social, incluso antes de la misma creación de la OIT. Este proceso fue tan relevante que la Primera Conferencia Regional Americana de la OIT, realizada en Santiago de Chile en enero de 1936, adoptó una Resolución sobre los principios fundamentales del seguro social, con el propósito de facilitar su desarrollo y difusión entre los Estados americanos, buscando así la introducción de un esquema completo de seguro social obligatorio. El progreso gradual en la adopción y expansión del seguro social vino acompañado de dos consecuencias importantes: la fragmentación y la estratificación en los programas prestacionales, materializando importantes desigualdades e inequidades que aún persisten en muchos países.

El fin de la Segunda Guerra Mundial marcó otro hito importante para la OIT, al pasar a formar parte del sistema de Naciones Unidas como agencia especializada y al comenzar a trabajar no solo en la producción y promoción de normas internacionales del trabajo, sino también en las actividades de cooperación para el desarrollo. Simultáneamente, comenzaba a materializarse un cambio importante del paradigma de desarrollo de la protección social, que podría resumirse como el tránsito del seguro social a la seguridad social. En 1942 William Beveridge produjo el informe Social Insurance and Allied Services, que modernizó y amplió la concepción sobre la protección social, promoviendo la necesidad de desarrollar un “plan de seguridad social integrado” que comprendiera el seguro social, pero también la asistencia social y los seguros voluntarios complementarios. En el modelo à la Beveridge se ampliaron los principios fundamentales que deben regir el paradigma de su desarrollo, destacándose la cobertura universal; la igualdad de trato; la solidaridad y redistribución del ingreso; la amplitud y suficiencia de las prestaciones; la unidad, la responsabilidad estatal, la eficiencia y participación social en la administración; y la sostenibilidad financiera. En la Declaración de Filadelfia de 1944 la OIT adoptó estos nuevos criterios, elevó a la seguridad social a la categoría de instrumento internacional y declaró la necesidad de expandir su cobertura. Poco tiempo después, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 estableció que todos los miembros de la sociedad tienen el derecho individual a la seguridad social.

Estos procesos establecieron un nuevo modelo del desarrollo social, que abrieron el camino a la idea de un estado de bienestar basado en una concepción amplia de la seguridad social, con unificación y coordinación de los distintos regímenes de seguro social, en un sistema que cubre todas las contingencias y a todos los trabajadores. En el ámbito de la OIT, surgió entonces la segunda generación de instrumentos normativos (1944-1952) con el Convenio núm. 102 sobre la seguridad social (norma mínima), que prevé las coberturas de los riesgos de enfermedad, maternidad, accidentes y enfermedades ocupacionales, desempleo, discapacidad, vejez, muerte, la protección en forma de asistencia médica en especie y la ayuda a las familias con niños.

En América Latina, el nuevo paradigma de la seguridad social tuvo efectos sensibles. De acuerdo con Mesa-Lago (1978), los países pioneros (la Argentina, Brasil, Chile, Cuba y Uruguay) comenzaron procesos de unificación de sus esquemas, aunque con limitaciones debido a que los sistemas se habían convertido en verdaderos laberintos jurídicos con cientos de leyes y reglamentaciones. Además, los grupos de trabajadores más organizados y mejor posicionados en sus condiciones de empleo, en cierta medida cooptados por el Estado, resistían los procesos de unificación hacia sistemas más solidarios y menos fragmentados.

Los países de desarrollo intermedio de la seguridad social en la región, como México, Ecuador, Perú y Paraguay, la desarrollaron bajo esta nueva idea de un seguro unificado que cubriera los diversos riesgos y también incluyera funciones de asistencia social. En la práctica, la universalidad se vio truncada porque, si bien se establecieron programas prestacionales bajo una misma institución gestora de la seguridad social, la cobertura estuvo limitada a los trabajadores formales y a sus familias, en un continente donde la informalidad superaba a la mitad de la fuerza de trabajo ocupada.

En lo que refiere al desarrollo normativo por parte de la OIT, puede hablarse de una tercera generación de instrumentos (1952-2000), con convenios que complementan y amplían la protección establecida en el Convenio núm. 102, por ejemplo, el Convenio núm. 128 sobre las prestaciones de invalidez, vejez y sobrevivientes.

La ampliación de la protección social entre los años cincuenta y principios de los ochenta fue aumentando progresivamente, pero limitada al crecimiento del empleo formal. Los trabajadores informales y sus familias dependían de las prestaciones asistenciales, restringidas en su cobertura y nivel de prestaciones, alejándose en realidad de los principios de Beveridge. La crisis de la deuda de los años ochenta, la denominada “década perdida de América Latina”, producto de los planes de estabilización y el ajuste estructural, conjuntamente con los procesos de reforma de los años noventa inspirados en las políticas promovidas por el Consenso de Washington, terminaron por perpetuar y, en algunos casos, revertir en forma considerable el alcance de la cobertura de seguridad social en la región.

¿Alentadores desarrollos de la protección social en los años 2000?

Los años 2000 se desarrollaron bajo dos circunstancias particulares. En 2001, la Resolución de la Conferencia Internacional del Trabajo relativa a la seguridad social hizo un importante llamado a la necesidad de priorizar la ampliación de la cobertura de la seguridad social. A nivel mundial, y en particular en América Latina, los indicadores de cobertura eran sumamente desalentadores. El Convenio núm. 102, por un lado, contaba con escasas ratificaciones y no preveía una orientación que priorizara la extensión de la cobertura “horizontal”, es decir, el número de trabajadores y sus familias alcanzados por la protección social. Sin embargo, hubo consenso que era un instrumento válido para atender las orientaciones en materia de cobertura “vertical”, es decir, la suficiencia de las prestaciones.

Así, podría decirse que entre 2001 y 2012 se estableció una cuarta generación de instrumentos, que, a pesar de no tener como referencia un nuevo convenio, concluyó con la Recomendación núm. 202 sobre los pisos nacionales de protección social. Este instrumento busca garantizar una seguridad básica del ingreso y una atención de salud esencial durante el ciclo de vida a todos aquellos que lo necesitaran, como un elemento fundamental de los sistemas nacionales de seguridad social integrales.

De esta forma, en forma conjunta, el Convenio núm. 102 (norma mínima) y la Recomendación núm. 202 (sobre los pisos de protección social) constituyen actualmente el marco de referencia normativo y de desarrollo de las políticas de protección en las dimensiones de cobertura y suficiencia de las prestaciones.

Simultáneamente a este proceso, de la mano del auge del precio de las materias primas, la región comenzó a experimentar un mayor y acelerado crecimiento económico, que se tradujo en más empleo formal y mayor espacio fiscal. Ambos elementos permitieron, a partir de 2003 hasta prácticamente 2015, la expansión tanto de los esquemas contributivos ligados al trabajo formal como de la protección social no contributiva, es decir, aquella basada en el financiamiento a partir de impuestos generales y sin requisitos de tiempo en las contribuciones salariales como criterio de elegibilidad. Aunque en forma agregada la región experimentó un gran avance, en la práctica las experiencias fueron muy diversas y con resultados disímiles. Además del crecimiento del empleo, las políticas de formalización laboral hicieron también una importante contribución en numerosos países. Se mejoró la fiscalización laboral y se avanzó en la regulación del empleo para colectivos que no estaban obligados anteriormente a cotizar a la seguridad social, como los trabajadores domésticos, rurales e independientes.

Corresponde hacer una mención especial sobre la adopción del concepto de protección social a partir de los años 2000 en lugar del de seguridad social. Aunque en sus documentos e instrumentos recientes la OIT utiliza en forma indistinta las expresiones “protección social” y “seguridad social”, cabe destacar las controversias que han surgido y las implicancias conceptuales y prácticas en la generación de políticas públicas. Los argumentos para la adopción del concepto de protección social son variados, pero se destacan la necesidad de contar con un marco más amplio de políticas y programas, tradicionalmente no incluidos en la seguridad social, que prestan seguridad de ingresos o asistencia médica por fuera de los programas estatales o de las instituciones de seguridad social, por ejemplo, cooperativas, administradores de fondos privados o compañías de seguros. La ampliación de la “privatización” de la seguridad social en los años noventa, que había dado su inicio en Chile en 1981, llevó a que en muchos casos se considerara el papel del Estado en forma subsidiaria. Para eso, fue necesario adoptar un concepto más amplio y flexible que abarcara estas nuevas formas promercado. Esto trajo aparejado críticas importantes que han emergido con fuerza recientemente sobre el desdibujamiento del papel del Estado en la seguridad social, tanto en la rectoría de los sistemas como en la provisión y el financiamiento.

Más allá de la protección social, ¿es hora de volver a los fundamentos de la seguridad social?

A partir de 2015, las economías de América Latina comenzaron un proceso de desaceleración y estancamiento considerable, con consecuencias importantes en la creación de empleo y el espacio fiscal para nuevas y más amplias políticas de protección social. En la actualidad, la cobertura está estancada o en retroceso. Incluso los progresos de los años inmediatos que precedieron el inicio de la desaceleración vinieron de la mano de expansiones marginales de la cobertura de programas de transferencias que muy modestamente contribuyen a reducir las brechas de pobreza. En lo que refiere a la ampliación de la cobertura contributiva, en general los incrementos se produjeron en segmentos de trabajadores con baja capacidad contributiva, a través de esquemas simplificados o, como en el caso de la Argentina y Uruguay, de “monotributo”. Esta “monotributización” de la seguridad social está teniendo implicancias importantes en la sostenibilidad financiera de los sistemas, en la medida en que las necesidades de financiamiento no han sido suplementadas por otros recursos fiscales.

En momentos de estancamiento o recesión económica –aunque no exclusivamente, como lo han mostrado a fines de 2019 las crisis en países de relativo buen desempeño económico como Chile y Bolivia–, las tensiones sociales comienzan a emerger y se inicia una “puja distributiva” por los recursos y las prestaciones de la seguridad social. Esta situación se ve agravada también por el incumplimiento de las promesas de una mejor protección social que acompañaron los procesos de privatización de las pensiones y la salud en numerosos países de la región. Estos procesos llevaron a la introducción de la individualización de los riesgos sociales, con las consecuentes pérdidas de componentes de solidaridad, además de la subestimación del efectivo desempeño que tendrían estos esquemas en un contexto de desarrollo mediocre del empleo, los salarios y de envejecimiento poblacional.

¿Es posible regresar a los fundamentos de la seguridad social? En momentos de crisis, la respuesta de política fue justamente introducir y/o mejorar la seguridad social. De esta manera, la crisis siempre representa una oportunidad para revisar y reestructurar los paradigmas y las políticas que de ellos se derivan. Pero un regreso a los fundamentos de la seguridad social no solo implica revisar el papel y la relevancia que tienen los componentes que fueron privatizados, especialmente en pensiones, salud y accidentes de trabajo. Significa también que es necesario examinar los problemas históricos derivados de la evolución del seguro social, con sus fragmentaciones y estratificaciones que producen y exacerban desigualdades e inequidades, como también las barreras institucionales y culturales para la implementación efectiva de la universalidad y la solidaridad en los sistemas públicos, tanto en el financiamiento como en la determinación de las prestaciones.

Finalmente, no puede dejar de destacarse el importante cambio que experimentará la estructura de edades de la población en las próximas décadas, explicada sobre todo por el aceleramiento del proceso de envejecimiento. Esto implicará necesariamente una fuerte reflexión y acción para asegurar sistemas que logren senderos que cumplan el triple objetivo de alta cobertura, prestaciones suficientes y sostenibilidad (OIT, 2018).

Referencias bibliográficas
  • Mesa-Lago, C. (1978). Social security in Latin America: pressure groups, stratification and inequality, University of Pittsburgh Press.
  • OIT (2018). Presente y futuro de la protección social en América Latina y el Caribe, Panorama Laboral Temático, 4, Lima.