1 de Julio de 1999



Editorial I

La dignificación de la infancia

La asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo ha aprobado una convención, de carácter mundial, que prohíbe las formas más perversas y degradantes del trabajo infantil. El proyecto recibió la aprobación de 174 representantes de gobiernos, empleadores y trabajadores reunidos en la sede de ese organismo.

El tratado declara la necesidad de eliminar el trabajo esclavo y las muchas formas de explotación que padecen los niños, lo mismo que otras aberraciones de parecido color, como la prostitución infantil, la iniciación de los menores en el consumo de drogas o su utilización para la elaboración de materiales pornográficos.

La OIT estima en 250 millones el número de niños entre 5 y 14 años que trabajan en todo el mundo, la mitad de los cuales lo hace en tiempo completo. En la Argentina trabajan 214.000 chicos entre 10 y 14 años, que representan el 7 por ciento de esa franja de edad. El Consejo del Menor y de la Familia asegura que al menos 140.000 menores reciben asistencia preventiva de ese organismo.

Un tema especialmente problemático abordado en la reunión de Ginebra fue el de los niños convertidos en soldados. Se debatió acerca de la edad mínima para la incorporación en cuerpos armados, pero las organizaciones de derechos humanos se opusieron totalmente al reclutamiento, forzado o voluntario, de la gente joven.

En los primeros tiempos de la vida humana el trabajo y el juego forman una unidad indisoluble. Los padres que se ocupan correctamente de la educación de sus hijos los inician, sin necesidad de violencia, en el cumplimiento de las obligaciones personales o de interés familiar (ordenar sus juguetes, colaborar en las tareas domésticas). En muchos sectores de la vida social este trabajo suele ampliarse, en la medida en que el niño se convierte en un agente productivamente valioso y respetado del núcleo hogareño. Este círculo se corta cuando el menor pasa a depender de adultos ajenos a ese núcleo.

Los menores, por múltiples razones perfectamente comprensibles, no se convierten, en estas condiciones, en obreros o empleados en el sentido adulto de la palabra. Quienes están dispuestos a utilizarlos como mano de obra barata o de costo nulo o para las peores formas de la degradación humana suelen ser personajes de catadura moral dudosa, cuando no siniestra, sean propietarios de emprendimientos particulares o funcionarios de gobiernos que responden a pautas contrarias a elementales principios de humanidad.

El niño, llegado a ese estado de sometimiento, que compromete con frecuencia su salud, pierde algo más importante todavía:abandona para siempre la infancia. Cuando se convierte en un trabajador forzado se cortan sus posibilidades de ser y llegar a ser, en el sentido más completo de tales expresiones.

Las recomendaciones de la OIT no han de transformar, por sí mismas, la realidad deplorable que impera en muchos países. Pero es muy importante que esta decisión haya sido tomada y que alcance amplia resonancia pública. Las batallas de este tipo suelen ser de larga duración, pero tienen buen comienzo cuando se obtiene un concierto tan grande de voluntades con capacidad de decisión y con influencia política e institucional. Y, sobre todo, cuando responden a ideales tan elevados como es el de la liberación y dignificación de la infancia.